lunes, 20 de julio de 2009

La Representación Corporativa

Tomado del Capítulo V, La Soberanía Popular, Nº4, de
”El Orden Político”, páginas 160-167 –
Editorial Covadonga, Santiago, 1985

Por el Padre Osvaldo Lira SS.CC.

El carácter corporativo que debe ofrecer la representación auténtica del pueblo organizado no puede ser simplemente optativo sino claramente obligatorio. De lo contrario, no pasará de ser lo que viene siendo bajo las modalidades que ha revestido en las democracias liberales y marxistas: una engañifa pura y simple, que se viene prolongando en virtud de hallarse sostenida por aquellos mismos que, en nombre de los principios de una política católica, deberían ser sus más irreconciliables enemigos. Así van las cosas, por desgracia. Se decreta a priori -un apriori, por lo demás, que nadie se atreve a discutir- que la representación corporativa es imposible en nuestros días, dadas las circunstancias en que nos hallamos, y, por otra parte, se procura cortar absolutamente de raíz, por métodos inconfesables muchas veces, cualquier tendencia que despunte en el sentido de concluir de una vez por todas con el sistema de las mayorías inconscientes. No es que no haya voluntad de instaurar un régimen corporativo. Es que la hay de que no se instaure en los siglos de los siglos. Esta es la verdad, y así lo hemos visto y estamos todavía comprobándolo, sin visos de que la situación vaya a alterarse. No es que la representación tradicional y la que hoy día llaman tal, sean dos especies de un solo y mismo proceder. De ningún modo. Los llamados representantes populares no lo son de modo auténtico, de manera que no pueden representar absolutamente a nadie. En cambio, los representantes populares de los siglos medievales sí que lo eran, y de modo bien auténtico. No son, pues, dos variantes de un solo y mismo proceder. Son dos realidades que pugnan entre sí, sin que haya posibilidad de conciliarlas. Como nos damos perfectamente cuenta de que nuestra presente afirmación va a ser impugnada con encono por los liberales y marxistas que lean estas páginas -cosa que, por lo demás, nos deja indiferentes-, procuraremos demostrar en las páginas siguientes como toda representación popular, para serlo de verdad, deberá ser corporativa, y que este carácter se hace, hoy día más que nunca, necesario. Bien sabían esos deformados cerebrales y morales que fueron los corifeos de la Revolución Francesa adónde apuntaban cuando resolvieron llevar a cabo ese acto revolucionario por excelencia que fue la supresión de los gremios medievales.
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Ante todo es preciso destacar cómo la exposición de las necesidades populares que los representantes en cuestión han de hacer ante el Jefe del Estado o del gobierno en general, ha de ser, en sus contenidos, muy precisa. Todas ellas por lo demás, van implicadas en lo que ya hemos denominado sector contingente del bien común. Las razones de que esto ocurra son múltiples; pero, en gracia de la brevedad, sólo aduciremos las dos que, a nuestro juicio, resultan primordiales. La primera consiste en que sólo los valores contingentes del individuo racional se hallan sometidos, en el sentido estricto del concepto, al Poder político, y es por esto mismo por lo cual aquel Poder podría verse tentado a excederse en sus atribuciones específicas. Siempre resulta más fácil y hacedero desconocer lo contingente que rechazar lo necesario. Los valores necesarios, no lo olvidemos, son la expresión o proyección de aquella trascendencia de la persona racional sobre toda institución meramente terrenal, frente a cuyas exigencias se requiere cierta actitud de reconocimiento respetuoso. Ahora bien, la expresión a que acabamos de referirnos es más inmediata que la que, por su parte, ofrecen los consorcios subalternos; porque éstos se encaminan de modo menos inmediato que la sociedad civil al Fin último del hombre. Recordaremos a este efecto que, si el Poder político puede organizar o regular en pro del bien común las actividades de los municipios y demás consorcios subalternos, no puede entrometerse por ningún motivo en la regulación de esa sociedad básica que es la familia por ser ésta absolutamente indispensable para procurar a la persona humana todo aquello que le resulta necesario para su vida fundamental y primaria, aquélla que brota y se desarrolla según las potencias vegetativas y sensitivas. Pensemos en que la condición vegetativo sensitiva de la persona humana constituye un conjunto de valores que ésta no podrá alienar jamás, aun cuando, en un rapto del más completo desatino, llegara a proponérselo. En cambio, aquellos otros valores que le sobrevinieren en el curso de su vida racional perfeccionando sus facultades superiores -inteligencia y voluntad- le serán simplemente accidentales, no sólo en cuanto su modo de ser es la inherencia y no la subsistencia, sino en la medida en que la persona humana puede haberlos o no haberlos; es decir en cuanto le advienen o le acceden una vez constituida en su entidad. Por tal razón el animal racional puede renunciar a poseerlos sin que, de esta suerte, llegue a sufrir menoscabo su propia condición humana.
En este sector secundario, por decirlo así, del tantas veces mencionado e inmanente bien común es donde pueden observarse innumerables y mutuas diferencias entre los individuos racionales, que, sin llegar a alterarlos fundamentalmente en lo que se refiere a su carácter racional, alcanzan a agruparlos en categorías sociales funcionales. Estas, a su vez, influyen de modo increíblemente vario en la marcha histórica de una nación. Sin embargo, decididos a rechazar con encono y tenacidad imperdonables la coexistencia de la identidad esencial de los individuos racionales con una serie de diferencias adjetivas que los van distinguiendo mutuamente dentro de la especie, los liberales sustituyen dicha coexistencia con la identidad absoluta y exhaustiva entre ellos. Así han terminado por privar al individuo racional de toda realidad individual, convirtiéndolo en un contrasentido y un absurdo. Y es así como los hombres de carne y hueso de que tan elocuentemente habla Unamuno se han venido a convertir en los individuos completamente asépticos de los doctrinarios liberales. Claro está que a estos extremos no es posible llegar sino a condición de menospreciar y rechazar todos los datos de una experiencia sensitiva que, para quienquiera mantener vigente el pensamiento católico y tradicional, constituye el punto de partida insoslayable de todo conocimiento intelectivo. Es en estos apriorismos político- sociales donde han venido a resolverse -no por azar sino por la aceptación consciente o inconsciente de una serie de premisas absolutamente erróneas- los postulados políticos modernos, tanto de los demoliberales como de los totalitarios. Para quienes adoptan y recalcitrantemente se encastillan en semejantes posiciones, no rige ni por asomo la definición de la verdad como adecuación de la inteligencia y de la realidad. Y no rige en ninguno de sus dos sentidos, el lógico ni el ontológico. De esta suerte, por haber previamente renunciado a toda especie de normas objetivas, que, por objetivas, son fundamentalmente inmutables, se han visto obligados a apoyar su presunto bien común en el dictamen de unas mayorías inconscientes que sólo podemos calificar de despreciables en la medida en que se constituyen en instrumento de las peores demagogias.
Lo que ocurre es que el lenguaje de los hechos nos asegura con elocuencia abrumadora que el conjunto de individuos racionales ofrece una identidad esencial absoluta junto con una multitud de diferencias infraesenciales verdaderamente inagotable. Las personas racionales coinciden entre sí en poseer una misma naturaleza racional, al mismo tiempo que similarmente difieren entre sí en ofrecernos un sinnúmero de diferencias personales. No obstante debemos hacer una excepción en cuanto a la identidad que acabamos de expresar. Es que esta identidad puede ser considerada -según lo hemos destacado más atrás- desde dos puntos de vista: el formal y el fundamental. Desde un ángulo formal, esa identidad cobra sólo existencia intramental, de suerte que, extramentalmente, sólo constituye un simple fundamento, aunque indudablemente sólido. Por lo demás, ya hemos abordado este problema anteriormente, cuando dejamos en claro que esta solución no es sino un punto concreto de la aplicación que han dado los tomistas al gran problema de los universales, que tanto y tan justamente agitó los espíritus durante la Edad Media. Por aquí podemos descubrir el engaño y falsedad implícitos en el deseo de infundir realidad extramental a cierta especie de entes de razón, que, en cuanto tales, están destinados a existir como habitus cualitativos dentro del ámbito exclusivo de nuestra humana inteligencia. Por consiguiente, para quienes queremos apoyarnos, como sobre sólida roca, en la sagrada realidad de las cosas tal como han brotado de las manos infinitamente amorosas de Dios, una igualdad semejante convertida en absoluta no nos convence en absoluto. Una conformidad mucho más intensa y decidida con la obra del Creador divino manifestamos al precisar las dos caras de la medalla -la identidad y diversidad ya mencionadas- que si nos ceñimos a una sola de ellas. No hay peor error que una verdad dicha a medias. Si los individuos racionales han sido creados por Dios integrando una sola y misma especie humana, a la vez que sujetos a innumerables diferencias de tipo infraespecífico, debemos tratarlos así y no considerarlos a manera de esencialmente mutilados como lo hacen los liberales y marxistas.
El respeto absoluto que debemos a Dios nos exige respetar asimismo las obras brotadas de sus manos, entre las cuales ocupa el sitial supremo en este mundo la que es imagen y semejanza suya.
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De aquí se desprende una consecuencia muy sencilla que, sin embargo, es unánimemente rechazada: que, en la elección de los representantes populares, han de ser tomados en cuenta todas las circunstancias anteriormente señaladas. Y esto en virtud de que todo representante en cuando tal, por el solo hecho de serlo, deberá ajustarse a las directivas que sus representados juzguen necesario señalarle. Esto quiere decir en buen romance que deberá tomarse en consideración no sólo su condición humana sustancial sino también las diferencias infraespecíficas o individuales que los separan unos de otros junto con las actividades, diversas asimismo, que desarrollan en el seno de la sociedad. No es de extrañar por lo demás, ya que toda sociedad civil constituye un conjunto organizado, o, lo que es igual, orgánico, en lo cual no hará sino reflejar el carácter orgánico de los individuos que la integran en calidad de causa material. De este modo, la sociedad civil viene a ser una especie de organismo que, a semejanza del humano se compone de cierto número de órganos diversos, cada uno de los cuales ha de encontrar su proyección en las instituciones representativas del pueblo organizado. Después de todo, quienes han de ser representados -aunque no lo sean directamente sino a través de los consorcios subalternos-, son los propios individuos, concretos y existentes. Ahora bien, si han de ser representados en concreto y en cuanto se encuentran dotados de existencia, lo han de ser en virtud de su perfección connatural de corte sustancial, que se halla determinada adjetivamente por sus cualidades adquiridas o habituales. Es decir que cada cual ha de ser representado en cuanto es y en cuanto actúa. Y como sus actividades o actuaciones resultan extremadamente varias, también deberán serlo los representantes del pueblo organizado. Esos animales racionales abstractos a que tan insistentemente nos hemos referido en estas páginas y que tan intensa complacencia provocan en los demoliberales, no pueden ser representados, por la razón ultrasencilla de que, para ser representados, deberían, primero, hallarse dotados de existencia extramental. Por esta razón verdaderamente capital, y a fin de que la representación popular no resulte un caos sino un orden, se requiere que los representantes sean elegidos en virtud de cierto orden. Este orden ha de consistir en elegírseles según los órganos diversamente constituidos del organismo arquitectónico, que es la sociedad civil.
Es que es preciso considerar dos circunstancias que se dan conjuntamente y de ninguna de las cuales es posible prescindir. Por una parte, la imposibilidad manifiesta de que un poder político pueda conocer por adivinación cuáles sean las diversas necesidades de sus súbditos; por la otra, la imposibilidad de oír uno por uno a cada uno de sus súbditos. En tal caso no queda sino la representación por clase o profesiones según venimos señalándolo en páginas anteriores. Es esta la única manera de evitar estos dos extremos imposibles anteriormente referidos y de resolverlos con eficacia. Esta representación por clases sociales, exige, por supuesto, que los representantes del pueblo pertenezcan a la misma clase que sus representados. Téngase en cuenta, sin embargo, que, al referirnos ahora a las clases sociales, no estamos pensando para nada en estratos económicos o crematísticos sino en sectores funcionales. Estas son, y no las liberales, las clases sociales auténticas, las únicas dignas de llevar el epíteto de clases. Desde el momento en que sólo pueden ofrecerse variaciones o alternativas en el sector tan solo contingente del tantas veces mencionado bien común de los gobernados, es sólo en este sector donde podrán asimismo surgir dificultades que sea preciso resolver en plazos prudencialmente breves. Los valores que, del bien común, ofrecen carácter necesario no podrían caer jamás bajo discusiones ni polémicas de ningún tipo de representantes populares, a no ser para defenderlos en el caso de que fueren atacados. De otra suerte, la representación auténticamente popular sólo puede desarrollar sus actividades específicas en lo relativo a los valores que, del citado bien común, puedan y deban considerarse contingentes. De lo contrario, se incurriría en todos los errores liberales que hemos denunciado y denostado en varias ocasiones dentro de estas páginas. Jamás debemos perder de vista, en efecto, que los máximos valores de la persona racional son trascendentes a toda sociedad o institución de índole meramente terrenal. Sólo la Iglesia fundada por Cristo Señor Nuestro podría trascender estos límites; pero por ser algo más que una mera sociedad o asociación. Los puede trascender única y exclusivamente porque es el Cuerpo Místico de Cristo, del cual Él es la Cabeza y nosotros todos, sus miembros.
Entre muchas otras, los representantes del pueblo organizado ofrecen una diferencia capital respecto de lo que las democracias liberales conocen bajo esa denominación: que, además de ser representantes en exclusividad, sin pretensión alguna de ser legisladores, lo son no de todo un hipotético pueblo soberano sino de una sola clase social determinada: la misma que los haya designado. Esto quiere decir que no están llamados -en virtud de las dos condiciones expresadas- a dictaminar sobre todas las cosas y otras muchas más, según expresión pintoresca de Quevedo, sino simplemente a exponer los asuntos y negocios de sus representados. No tienen, en consecuencia, por qué ser omniscientes, según exigen, sin darse cabal cuenta, los demoliberales. Los representantes verdaderos saben para qué y por qué son representantes. Hablan de lo que saben y no de lo que ignoran, circunspección a la que hoy día no estamos muy acostumbrados… Es que los intereses que encarnan -y nótese que no damos al concepto de interés ningún matiz peyorativo- son los de su clase y no los de una chusma. Y es esta circunstancia la que les permite hablar de lo que saben. De esta suerte, si entramos a comparar los pseudo representantes liberales -que no representan absolutamente a nadie- y los tradicionales, resulta en seguida, de inmediato, que las labores de estos últimos resultan más modestas a la vez más eficaces. En vez de proceder altisonantemente a discursear, se limitan modestamente a exponer y proponer. Y es precisamente porque se limitan a exponer y no pretenden asumir funciones para cuyo desempeño podrían no hallarse preparados, por lo que resultan de eficacia más probada. Y ésto constituye, al fin de cuentas, una demostración de esa virtud tan infrecuente entre los teorizantes y gestores de la política moderna, que recibe el nombre de prudencia.
En realidad, el sistema que hace de los pseudo representantes populares verdaderos legisladores resulta de un infantilismo deplorable, que provocaría a risa si sus resultados no se hubieran manifestado tan fatales para las naciones de Occidente.
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El hecho de que los auténticos representantes del pueblo organizado sean elegidos con la finalidad expresa de exponer ante el Jefe del Estado las necesidades e intereses de sus representados -o sea de cada uno de los consorcios subalternos, no significa en modo alguno que no puedan ventilarse otro tipo de problemas de importancia trascendente. Nadie puede prever, en efecto, de modo absolutamente cierto la marcha de los acontecimientos. Por algo reciben la denominación de contingentes. Es decir que pueden ocurrir o no ocurrir. Inclusive para muchos de entre ellos se requiere convocación explícita de los citados organismos. Lo que importa es que, en uno u otro caso, se limiten a exponer sus opiniones con prudencia -insistimos en que prudencia no es lo mismo que cautela, aún cuando sea posible la mutua coincidencia; ni, mucho menos, que pusilanimidad o cobardía, incapaces, ambas actitudes, de coincidir siquiera con esa prudencia de la carne de que nos dice San Pablo que es muerte y con esa clarividencia que, en asuntos prudenciales, manifiestan las personas bien nacidas. Para tales asuntos no es obstáculo alguno hallarse agrupados en consorcios subalternos. Lo que ocurre es que el conjunto de derechos y deberes emanados directamente de la esencia humana -respecto de los cuales no opera la legislación civil sino La Ley Natural- son de por sí comunes a todos los individuos racionales de la sociedad civil así como de los propios consorcios subalternos. El derecho de practicar una religión determinada, resultante del deber primario e imperioso de reconocer el dominio soberano de Dios sobre toda creatura, y, por consiguiente, sobre el individuo racional; el de fundar una familia, el de ejercer una profesión sensu amplissimo y otros similares que no enumeramos en gracia de la brevedad, son anteriores incluso al ingreso en algún consorcio subalterno. Y en ninguna de estas esferas puede el Poder político entrometerse ni mezclarse, como no sea para asegurarles un funcionamiento de acuerdo con las normas de la sociedad civil. Pero en su ámbito interno y específico, esas asociaciones son absolutamente autónomas -y nada digamos del ámbito intrínseco de los individuos racionales- y sólo se hallan reguladas por la Ley Natural. Porque cualquier disposición tomada por el Poder civil contrariamente a los preceptos de esa Ley fundamental, no puede pasar de constituir una manifestación más o menos grave, aunque no aparezca como tal, de atropello y tiranía.
En este sentido, los consorcios subalternos se hallan respecto de los preceptos de la Ley Natural en situación análoga a la de la propia sociedad civil, en un plano naturalmente menos amplio, pero, no obstante, digno de respeto. Es su organización y a la vez, su trascendencia respecto de cualquier poder político lo que los hace aptos para repeler cualesquiera posibles atropellos provenientes de ese lado. Demás está decir que los poderes públicos de nuestros días -tanto los de tipo liberal como los de índole marxista- se han extraviado por igual en los andurriales de la ilegalidad y la ilegitimidad. Los gobernantes contemporáneos, a semejanza de lo que con increíble desvergüenza realizaron un José II en el Sacro Imperio, un Carlos III en España o un Luis XV en Francia, han venido desconociendo por sistema y con un encono incapaz de engañar sino a quienes quieren serlo previamente, y arremetido con impudicia repugnante contra todos los preceptos del Orden Natural. Y es esta razón la decisiva que ha impedido a los pseudo representantes de la plebe sedicente soberana poner coto a los desmanes del mal llamado poder ejecutivo, que, en las democracias liberales y marxistas, constituye el único poder efectivo del Estado. Es esta imposibilidad -tan fácil de comprobar, por lo demás, y que se suma a una ignorancia lamentable de los preceptos básicos de dicho Orden- lo que hace que los doctrinarios y gestores de la política contemporánea no hayan tenido más remedio que fraccionar el Poder público, reduciéndolo prácticamente a una caricatura de sí mismo.
En cambio, en la concepción tradicionalista de la sociedad civil, los representantes del pueblo organizado están llamados de por sí a constituir uno de los motivos principales de que el Poder político se mantenga prudente y razonablemente dentro de los cauces que le son propios. En esta perspectiva, el Poder político no se fragmenta como estúpidamente lo decretan las democracias liberales sino que se le contiene y se le acota. Los tradicionalistas saben de sobra que todo ente se halla dotado de unidad, y, desde que el Poder público constituye una entidad, no podría evadirse de esta norma.
Fraccionar el Poder público significa, se quiera o no se quiera, destruirlo, y una vez más invocamos para dejarlo en evidencia, el desarrollo de la Historia. Lo más triste del caso es que, para demostrar la estupidez e hipocresía de las teorías liberales, esta destrucción se resuelve en la hipertrofia del mal llamado poder ejecutivo, porque es el que dispone de la fuerza. Ya nos advertía el Conde de Maistre que, donde no impera la fuerza del derecho, concluye por imperar el derecho de la fuerza. Y es esta tremenda anomalía la que aparece afectando todos los gobiernos de hoy en día. Porque las mayorías son fruto directo de las manipulaciones del poder ejecutivo, y esas mayorías son las que en una etapa subsiguiente, habrán de aprobar y cohonestar, en gesto de repulsiva servidumbre, cualquer tipo de atropello, arbitrariedad y tiranía. Esta es la gran verdad de lo que viene aconteciendo en nuestros días dentro del panorama político democrático y ateo. Y ateo no por acaso sino por ser demoliberal.
Pero aún hay más. Porque por el hecho de contenérsele, el Poder político no sólo no queda destruido sino, inclusive, se ve fortificado; porque, al fin de cuentas, se le obliga a ejercer y desarrollar su actividad dentro de sus límites connaturales, tal como una corriente de agua se ve aumentada en su dinamismo cuando se le estrecha el cauce por donde se ve impulsada a discurrir. Por ello hemos recordado precedentemente que las dificultades a veces gravísimas que se produjeron durante la Edad Media entre el Poder político -constituido entonces por el Sacro Emperador junto con los monarcas nacionales- y los representantes populares, no pusieron nunca en peligro los principios mismos de gobierno sino sus aplicaciones prácticas. Y es importantísimo establecer distinción muy clara entre lo que es un valor universal y esencialmente necesario, y una cualquiera de sus aplicaciones a un caso determinado.
Este es otro de los puntos precisos donde reside la razón suficiente de la representación de los consorcios subalternos ante la Jefatura del Estado. Considerados de esta suerte ambos factores, queda en claro cómo se complementan y se benefician mutuamente. El Jefe del Estado tiene la seguridad de que sus actuaciones y procederes pueden derivar tranquilos por los cauces de la normalidad política porque sabe que esos cauces son sólidos y no se derrumbarán tan fácilmente. Por su parte, el pueblo organizado sabe que logra esa unidad que, como entidad auténtica que es, la necesita a toda costa, y la necesita bajo manera superior de unidad orgánica y multiforme y no, como pretende la mezquindad demoliberal, bajo modo de uniformidad. Pero por otra parte y precisamente por las circunstancias apuntadas, el Poder político no podrá intervenir absolutamente para nada en la estructuración de los organismos en que ha de tomar cuerpo y consistencia esa representación. Para estos últimos, la absoluta independencia en cuanto atañe a su génesis, es cuestión de eficacia o ineficacia, lo cual, dada la índole de los problemas que se ventilan en este orden de valores, es para ellos cuestión de vida o muerte. Lo importante en este caso no es el simple hecho de que los organismos antedichos existan o no existan, sino que se proyecten en la vida política de la nación con autenticidad, libre de todo lo que pueda significar presiones tendientes a torcer su finalidad connatural. Es incluso en el acto mismo de representar a los consorcios subalternos donde ha de manifestarse esa autonomía de la cual hemos hablado anteriormente y que, según entonces aclaramos, no puede identificarse con la independencia pura y simple. La soberanía stricto sensu aunque no absoluta del Poder político y la soberanía modo análogo de los organismos representativos deberán manifestarse mutuamente y siempre el respeto más profundo. El respeto mutuo ha de llevarse en este caso hasta el extremo de que contribuya, cada uno según su condición, a hacer fáciles y expeditas ciertas actuaciones cuyo único objetivo es el bien común de los individuos asociados, y, con ello, el perfeccionamiento de la vida humana individual.
No olvidemos que, siendo la sociedad civil una creación de la actividad humana, una entidad artificial por consiguiente, ha de hacérsele presente la necesidad de establecer la debida jerarquía entre los diversos principios configurativos o formales que infunden rostro y fisonomía política al organismo entero. De la jerarquía adecuada entre esas formas ha de brotar la perfección de la forma arquitectónica, que es la que le imprime, en primer lugar y de modo directísimo, fisonomía nacional. Es así como podrán sobresalir esos valores de relación radicados en las formas subalternas, que, de otro modo y en circunstancias diferentes, habrían quedado privados de actualización. Ocurre aquí lo mismo que en los restantes sectores de la creación humana, incluso en los que ofrecen fisonomía puramente doctrinal. Los elementos materiales a que se echa mano para producir una obra humana quedan beneficiados y altamente ennoblecidos cuando llegan a integrarla. No olvidemos que, por el hecho de ser correlativos, los principios integrantes tienen que beneficiarse mutuamente.
Por este motivo, las relaciones del Poder político con los individuos racionales y con los consorcios subalternos son absolutamente semejantes. Ante aquéllos y estos últimos, deberá profesar la misma discreción en lo relativo a no inmiscuirse en sus asuntos privativos. Lo único que ha de cuidar es que ninguno de esos elementos materiales de la sociedad que le toca gobernar, entorpezca en su funcionamiento y desarrollo -por posibles extralimitaciones, fáciles de comprender por otra parte- el de la propia sociedad arquitectónica. Claro está que la semejanza, por supuesto, no excluye ciertas diferencias. Es que, al fin de cuentas, tanto los individuos racionales como esa especie de personas colectivas que son los consorcios subalternos arrancan su origen, en común, de una Causalidad altísima que los produce exhaustivamente en su naturaleza y existir. Con una diferencia sin embargo, que, por lo demás, es inaccesible a las pretensiones dilucidadoras de nuestra inteligencia: a los individuos racionales, como entes sustanciales que son, los produce directamente, o, más bien, sin concurso alguno nuestro, mientras que, a los artificiales, los produce con nuestra colaboración. Dejamos, sí, constancia de que la colaboración humana en la génesis o producción de cualquier creatura artificial no priva en absoluto al Acto creador divino de su carácter directísimo, omnímodo y exhaustivo, respecto de ese tipo de creaturas. Lo que hemos dicho significa que es necesario atenerse a una manera de hablar y de entenderse; porque aquí estamos tocando, o, más bien, experimentando, el misterio insondable de la conjugación de la Causa primera creadora e infinita con las causas principales contingentes y segundas… Y por no haberse sometido a las exigencias de este misterio profundísimo que se halla en vigencia indeclinable, es por lo que las sociedades civiles de nuestra época van recorriendo, entre peripecias y vicisitudes inquietantes, su ruta hacia una muy probable -si Dios no lo remedia- aniquilación definitiva.
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Tales han de ser, en una sociedad civil bien organizada, las relaciones entre el Poder político y los representantes del pueblo organizado. La base necesaria ha de ser el respeto mutuo entre gobernante y gobernados.
Desde el momento en que este respeto empiece a claudicar, comenzará a resquebrajarse la propia sociedad civil. Tal vez los síntomas precursores del proceso no se dejen sentir en un primer momento; pero, de todos modos, llegarán. Por supuesto que, en caso de advertírseles, será problema común del Gobierno y de los representantes populares acabar con ellos cuanto antes, poniendo en práctica el conocido adagio de principiis obsta. Es cierto que más vale tarde que nunca, pero también lo es que más vale prevenir que remediar.
Bajo este aspecto, uno de los caracteres más loables de un Poder político será estar dotado de mirada avizora para descubrir en seguida los primeros de estos síntomas, si es que llegan, y extirpar su causa sin ningún tipo de consideraciones. En esta perspectiva, no caben sentimentalismos ni complacencias culpables. Pensemos una vez más en que el principio rector del orden moral es la virtud cardinal de la prudencia, y que la prudencia puede exigir a veces actitudes de auténtico heroísmo. Es la prudencia política la que deberá presidir, por parte del Poder, el ejercicio de gobernar, y, por la de los súbditos, el ejercicio, no menos noble e importante, de acatar y obedecer.

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